Por: Óscar Fernández Galíndez – Venezuela /. Correo: osfernandezve@gmail.com
Los algoritmos del colonialismo ya no navegan en galeones, sino en papers indexados. El neurocolonialismo en la ciencia venezolana no es una hipótesis, sino un protocolo operativo, un código incrustado en las sinapsis académicas que dicta qué conocimiento merece existir y qué idioma debe vestirlo. Desde el naturalista del siglo XIX que catalogaba biodiversidad para museos europeos, hasta el investigador contemporáneo que traduce su trabajo al inglés para validarlo, la matriz se repite, el Norte es el árbitro de la verdad, el Sur un archivo de datos en bruto.
En Venezuela, donde la ciencia fue secuestrada primero por la Corona y luego por los estándares de impacto bibliográfico, encarna esta incoherencia. El neurocolonialismo aquí mutó de la extracción de oro a la extracción de cerebros, y de los dogmas religiosos a los dogmas metodológicos. Las normas APA, el culto al “factor h” y la obligación de publicar en revistas anglófonas no son meros formatos, son grilletes cognitivos. Cada coma ajustada a un manual extranjero, cada tecnicismo desarraigado del contexto local, son actos de obediencia involuntaria a una academia que aún nos ve como productores de materias primas intelectuales.
Este “monocultivo epistemológico” despoja a la ciencia de su raíz territorial. ¿Qué significa investigar “bajo estándares internacionales” en países latinoamericanos donde el 80% de los medicamentos escasean? Se nos exige priorizar temas “globales” —como si la malaria, por ejemplo en Delta Amacuro no fuera tan urgente como el cambio climático en Oslo— y citar teorías europeas para diagnosticar realidades que ni sus autores han pisado. El resultado es una esquizofrenia académica, papers impecables en inglés sobre problemas que se agravan en español.
La colonialidad también se recicla en las aulas, los estudiantes aprenden que el método científico es un ritual inalterable, heredado de Descartes y Newton, mientras ignoran los saberes ancestrales de los pemones sobre astronomía o de los wayuu sobre botánica medicinal. El currículo no enseña a pensar, entrena a replicar. Las tesis se convierten en ejercicios de mimicry, donde el elogio máximo es “esto podría haberse escrito en Harvard”.
Pero el sistema tiene grietas, en los pasillos de algunas universidades, como en la Universidad Central de Venezuela, entre sus problemas, surge una contra-cultura científica. Jóvenes investigadores que mezclan ecuaciones con relatos campesinos, publican en plataformas bilingües y convierten talleres comunitarios en laboratorios de código abierto. Es una insurgencia discreta, traducen papers al wayuunaiki, usan inteligencia artificial para mapear cultivos en Barinas, o aplican la medicina tradicional yanomami en hospitales sin recursos. Cada uno de estos actos es un hackeo al sistema, una prueba de que el conocimiento puede ser localmente relevante y globalmente audaz.
Sin embargo, la matriz contraataca, el academicismo colonial internaliza su vigilancia, el profesor que desestima un proyecto por “poco teórico”, el becario que abandona su investigación sobre la caña de azúcar venezolana para estudiar el carbón en Alemania, el comité editorial que rechaza un estudio por citar a Rodolfo Quintero en vez de a Foucault. La trampa es perfecta, nos convencen de que la autocolonización es mérito.
El neurocolonialismo tecnológico profundiza la herida, las apps que miden nuestra productividad siguen algoritmos diseñados en Silicon Valley, las universidades compran software que no reconoce los dialectos venezolanos, y hasta los proyectos de innovación social dependen de fondos que exigen marcos lógicos ajenos a nuestra oralidad. La tecnología, en vez de ser herramienta, se vuelve prótesis de un cuerpo extraño.
Descolonizar la ciencia exige más que cambiar idiomas, es una “neuroguerrilla”. Implica rescatar la observación participante de las escuelas etnográficas venezolanas, reescribir las normas APA para incluir saberes populares en cursiva y sin comillas, y crear revistas donde un estudio sobre la efectividad de la hoja de guayaba contra la diabetes valga tanto como un ensayo clínico en “The Lancet”. No se trata de negar el método, sino de expandirlo; no de quemar laboratorios, sino de llenarlos con tierra de conuco y ecuaciones sediciosas.
Los próceres de esta batalla no llevan batas ni togas académicas, son las parteras de Barlovento que integran estadísticas con hierbas, los ingenieros que hackean drones para monitorear cosechas sin internet, los profesores que evalúan con crónicas en vez de exámenes estandarizados. Su arma no es la citación, sino la hibridación.
Bolívar liberó territorios, Rodríguez imaginó escuelas taller, y ahora nos toca a nosotros descifrar el ADN colonial de los artículos científicos. La independencia pendiente no se declara en actas, sino en abstracts y repositorios digitales. El desafío es crear una ciencia que no solo estudie a Venezuela, sino que piense desde ella, con acento, con barro en las manos.
Cada vez que un investigador elige publicar en español, cada vez que una tesis cita a un abuelo wayuu como autor, cada vez que un algoritmo se programa para resolver primero el hambre en algún país de Latinoamérica antes que optimizar el tráfico en Londres, se rompe un eslabón. La ciencia venezolana del siglo XXI no necesita más validación, necesita raíces, atrevimiento y la osadía de reescribir las reglas desde el Sur que insiste en revelarse.