Por: Nina Padme Eufracio Rojas / Departamento de Químico en Fármacos. Centro de Enseñanza Técnica Industrial Plantel Colomos. C. Nueva Escocia 1885, 44630 Guadalajara, Jal. Correo : neufraciorojas@gmail.com / Instagram:@ninapadme
Cuando uno piensa en un cristal, lo imagina duro, definido, con átomos acomodados como soldados. Pero ¿qué pasaría si esos átomos dejaran de comportarse como individuos y comenzaran a actuar como una sola entidad? Ya no soldados, sino una masa coreografiada, donde la identidad individual desaparece en favor de un movimiento común. Eso es un condensado de Bose-Einstein. Y en las condiciones más extremas del universo, se teoriza que estos condensados podrían tomar una forma aún más exótica: una red molecular cuántica.
En laboratorios terrestres, los condensados de Bose-Einstein (BEC) se han producido al enfriar átomos como rubidio o sodio a temperaturas cercanas a 0.000000001 kelvins, apenas una milmillonésima por encima del cero absoluto. A estas temperaturas, los átomos pierden su individualidad cuántica y entran todos en el mismo estado fundamental, comportándose como un solo “superátomo”. Es uno de los estados más delicados de la materia: una nube casi inmóvil que no se puede describir con las reglas clásicas. Ahora, imaginemos un lugar aún más frío: el polvo estelar disperso en las regiones más sombrías del universo, entre galaxias, donde la temperatura del fondo cósmico ronda los 2.7 kelvins, pero puede descender aún más en ciertas cavidades cósmicas. Aquí, bajo ciertas condiciones, grupos de moléculas orgánicas ultraligeras —como el formaldehído, el cianuro de hidrógeno o incluso átomos de helio— podrían formar estados cuánticos colectivos, no solo con comportamiento de onda, sino con interacciones débiles que les permitan formar cristales cuánticos.

A diferencia de un cristal clásico, donde las interacciones son rígidas y localizadas, un cristal cuántico de Bose-Einstein sería una red de enlaces tan débiles que apenas afectan la posición individual, pero sí crean un sistema cooperativo, donde el todo es más importante que sus partes. Estas interacciones de van der Waals ultra-débiles, en combinación con la delocalización cuántica, permitirían que las moléculas se organicen sin fijarse, flotando como un colectivo con identidad común.
Modelos computacionales basados en teoría de campos cuánticos y dinámica de muchos cuerpos han propuesto que, en condiciones como las que se dan en nubes de polvo primordial o en el halo de estrellas de neutrones, grupos de moléculas neutras pueden entrar en fases similares a un BEC. No se trata de que reaccionen entre sí, sino de que entrelacen sus funciones de onda, generando patrones de interferencia estables que se propagan colectivamente.
El resultado es una estructura química sin enlaces clásicos, pero con coherencia cuántica, una suerte de tejido molecular interestelar, cuyas propiedades serían exóticas: podría reflejar ciertas longitudes de onda, inducir polarización a distancia, o incluso catalizar reacciones sin tocar las moléculas, solo por su presencia como campo colectivo. Algunos científicos lo llaman “química cuántica extendida”. Donde las moléculas no se tocan, pero se reconocen y actúan en concierto. Es la posibilidad de que el universo forme estructuras moleculares no por fuerza, sino por coherencia.

En este escenario, el polvo estelar ya no sería sólo un residuo cósmico, sino una matriz cuántica, silenciosa y ordenada, que flota por el espacio como una molécula gigantesca. En ella, la materia no está unida por enlaces, sino por la música común de sus funciones de onda. ¿Podría una estructura así ser un paso previo a la vida? ¿Un catalizador cósmico sin contacto? La ciencia apenas comienza a responder estas preguntas. Pero lo que ya sabemos es suficiente para entender algo asombroso: la química no termina en las moléculas. Comienza también en su manera de vibrar, de sincronizarse, de sumarse a algo mayor.
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