Por: Óscar Fernández Galíndez – Investigador Fundación GIFET – Venezuela / Correo: osfernandezve@gmail.com

Existen normas tácitas que, por su uso —aun cuando este sea inapropiado—, se convierten en hábitos que aceptamos cómplicemente por desconocimiento o por evitar la polémica. Sin embargo, su peso es real.

La academia, en sí misma, es una instancia medieval que, frente a la evolución social, se ha convertido en una estructura caduca. Por inercia histórica, perpetuamos este sistema y su producto más retrógrado: los académicos. Entre ellos, los más atrasados son, paradójicamente, los más valorados por el sistema. Un “académico ejemplar” es aquel cuyos modos reflejan los intereses de una élite dominante que impone no solo reglas, sino también formas de conocer y construir ideas. Como advirtió Michel Foucault: “El poder no solo actúa sobre las acciones; produce discursos, rituales y verdades” (1975).

Todo responde a patrones de un discurso preelaborado que satisface a un minúsculo grupo social, ante el cual el resto debe —según ellos— permanecer inmóvil y sumiso. Estas normas son aplicadas selectivamente: cuando convienen, se exigen; cuando no, se ignoran impunemente. Esto permea el arte, la ciencia e incluso la geopolítica. Paulo Freire denunció esta dinámica: “La educación se convierte en un acto de depositar, donde los educandos son recipientes y el educador los llena” (1968).

En las revistas científicas, esta tiranía se manifiesta con crudeza. No solo se lucra con nuestras investigaciones (cobrando por publicar o acceder), sino que además se nos dicta qué decir y qué omitir. La experiencia o el criterio del autor son irrelevantes; operan normas implícitas que, según los “seres instrumentalizados”, debemos acatar sin cuestionar. Thomas Kuhn observó esto en La estructura de las revoluciones científicas (1962): “Los paradigmas científicos son defendidos por comunidades que excluyen innovaciones disruptivas”.

El trato es paternalista: actúan como si nos hicieran un favor, mientras que nuestro derecho a disentir es tratado como una ofensa. Aquí emerge un patrón cultural latinoamericano: la petición camuflada de orden. Como señala Erich Fromm en El miedo a la libertad (1941): “La sumisión disfrazada de cortesía es un mecanismo de escape ante la autoridad”.

En el ámbito académico, los investigadores son seducidos por la promesa de publicación recompensas neuroquímicas (dopamina, serotonina) similares a las de otros logros. Tras este mecanismo yace la renuncia a decir “no”, sometiéndonos a una linealidad controladora oculta bajo un velo de normalidad. El místico Jiddu Krishnamurti alertó: “Ninguna institución puede liberar al hombre; siempre lo encadenará a sus dogmas” (1953).

La academia, lejos de ser un faro de conocimiento libre, reproduce estructuras de dominación mediante normas tácitas y jerarquías obsoletas. Su “dictadura” no reside en la coerción explícita, sino en la internalización de códigos que anulan el pensamiento crítico. Como demostró Pierre Bourdieu en los usos sociales de la ciencia (1997), el campo científico es un espacio de luchas por el monopolio de la autoridad cultural. La solución no es la anarquía, sino democratizar los espacios de validación del conocimiento: revistas de acceso abierto, evaluación por pares ciegos y criterios que valoren la innovación sobre la ortodoxia. Solo así desmontaremos lo que Max Weber llamó “la jaula de hierro de la burocracia” (1905), construyendo una academia donde la duda sea virtud, no herejía.

Referencias

  • Bourdieu, P. (1997). *Los usos sociales de la ciencia*. Nueva Visión.
  • Foucault, M. (1975). *Vigilar y castigar*. Siglo XXI.
  • Freire, P. (1968). *Pedagogía del oprimido*. Tierra Nueva.
  • Fromm, E. (1941). *El miedo a la libertad*. Paidós.
  • Krishnamurti, J. (1953). *La libertad primera y última*. Errepar.
  • Kuhn, T. S. (1962). *La estructura de las revoluciones científicas*. FCE.
  • Weber, M. (1905). *La ética protestante y el espíritu del capitalismo*. Alianza
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