Por: Nina Padme Eufracio Rojas / Departamento de Químico en Fármacos. Centro de Enseñanza Técnica Industrial Plantel Colomos. C. Nueva Escocia 1885, 44630 Guadalajara, Jal. Correo : neufraciorojas@gmail.com / Instagram:@ninapadme
Si metiéramos una lupa mágica bajo la Tierra, justo por debajo de donde las raíces de los árboles terminan, encontraríamos un mundo que parece más ciencia ficción que realidad. Un mundo oscuro, sin luz, sin plantas, sin oxígeno… pero lleno de química en acción. Lejos de estar muerto, el subsuelo está vivo a nivel molecular. Allí abajo, en los intersticios de las rocas y las bolsas de agua caliente, ocurre un fenómeno elegante, ordenado y completamente espontáneo: el autoensamblaje molecular.
¿Qué es eso? Imagina que arrojas un montón de piezas de LEGO en una habitación cerrada, y sin que nadie las toque, ellas solas se organizan en un castillo perfecto. Parece magia, pero en el mundo molecular esto ocurre todo el tiempo. Las moléculas, cuando están en un entorno adecuado —con la temperatura correcta, presión suficiente y ciertos minerales cerca— se autoorganizan. Sin ayuda externa, sin laboratorio, sin humanos. Solo química, reglas naturales… y tiempo.

Esto sucede, por ejemplo, en fluidos subterráneos: aguas atrapadas entre capas de roca, cargadas de minerales, gases disueltos y compuestos orgánicos que escapan de antiguos seres vivos o reacciones geotermales. En esas aguas, la vida aún no existe, pero la estructura ya empieza a insinuarse. Si hay lípidos — moléculas que, como el jabón, tienen una parte que ama el agua y otra que la odia—, ellos empiezan a formar esferas huecas llamadas vesículas. Las partes que odian el agua se esconden dentro, mientras las que la aman forman la parte externa. Resultado: pequeñas burbujas autoformadas, estables, redondas… y muy parecidas a las primeras membranas celulares de la historia de la vida.
Este tipo de ensamblaje se da por interacciones no covalentes: enlaces de hidrógeno, fuerzas de Van der Waals, atracciones hidrofóbicas. Son enlaces débiles, como apretones de mano, pero cuando muchas moléculas se saludan a la vez, forman algo fuerte, duradero… y funcional. En entornos subterráneos ricos en arcillas como la montmorillonita —un mineral que funciona como mesa de trabajo para la química pre-biótica—, estas vesículas incluso se reproducen crecen, se dividen, se fusionan. Todo sin ADN. Todo sin instrucciones.
Y no solo los lípidos hacen este truco. También los aminoácidos —los bloques que forman las proteínas— pueden autoensamblarse. En ciertos puntos calientes bajo tierra, donde el pH ronda el 8, la presión supera las 150 atmósferas (como estar 1.5 km bajo el mar) y la temperatura está en unos acogedores 80 °C, se han observado fibras hechas de pequeños péptidos (cadenas de aminoácidos). Estas fibras se enroscan, se alinean y crean geles que pueden retener agua, iones e incluso otras moléculas. Es como si el subsuelo tejiera esponjas invisibles. Y lo más impactante, algunas de estas estructuras conducen electrones. No solo están vivas… están eléctricamente activas.

Un fenómeno aún más refinado ocurre en entornos donde hay gradientes de energía, como zonas ricas en sulfuros y metales. Allí, algunas moléculas con capacidad redox (es decir, que pueden donar o recibir electrones) se apilan como si formaran una antena química. Esta pila molecular no solo está bonita puede mover electrones de un extremo al otro, igual que lo hace una batería. Estas estructuras podrían haber sido el paso intermedio entre química y metabolismo, antes de que existiera la vida como la conocemos.
Entonces, ¿es esto vida? No necesariamente. Pero sí representa una etapa crucial previa: un sistema químico organizado, dinámico y con propiedades que permiten la compartimentalización, la concentración de solutos y la facilitación de reacciones específicas. El autoensamblaje molecular en fluidos subterráneos puede ser considerado como un precursor físico-químico de la vida, donde la materia comienza a estructurarse siguiendo principios termodinámicos sin requerir instrucciones genéticas. Este tipo de entornos —oscuros, confinados, ricos en gradientes químicos y estructuralmente estables durante escalas geológicas— ofrecen condiciones óptimas para la evolución de sistemas cada vez más complejos. El subsuelo no debe verse como un simple reservorio pasivo, sino como un espacio activo de innovación molecular, donde se ensayan interacciones, se exploran configuraciones y se construyen plataformas que pudieron haber servido como matrices primitivas para la química prebiótica.
En última instancia, comprender estos procesos no solo amplía nuestra visión sobre el origen de la vida en la Tierra, sino que también guía la búsqueda de biofirmas en otros cuerpos planetarios. Si las leyes físico-químicas permiten la autoorganización de la materia bajo tierra aquí, podrían hacerlo también en Marte, Encélado, Europa o exoplanetas con actividad geotérmica. Así, el autoensamblaje molecular en fluidos subterráneos no es un fenómeno local, sino una posibilidad universal con implicaciones profundas para la astrobiología y la geoquímica moderna.
Referencias
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