por: Andrés Fernando Rodríguez G.
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De la terredad larense, partió el contingente humano, territorio adentro, a fundar pueblos sometiendo a los habitantes originarios a asumir, -Con los perros, la espada, el arcabuz y el texto bíblico- a sangre, fuego y doctrina religiosa, su visión del mundo. Habían venido desde Santa Ana de Coro, luego de desembarcar en Margarita y Coche y antes de ellos, los que llegaron de la amazonia, de los andes, del Caribe y aquellos de allende el mar, estableciendo un vínculo que ya, desde el comienzo de los tiempos, se había religado en la memoria, libre en su albedrío, para perpetuarse en un por siempre, más allá de dogmas y convenciones. Con su vegetación de bosques húmedos, montañas de imponente verdor, bosques de galerías, cerros que se matizan de rosados pastel, ocres salpicados de esperanzas y un semiárido poblado de cujíes y cactáceas, cardones y lefarias, con la ardentía de una sequía donde las sombras son pocas y las hendiduras del terronal seco se abren al infinito como buscando la poesía milagrosa de algún chubasco.
Entrada del Tocuyo (Hacienda la Estrella) Venezuela |Foto: Andrés Fernando Rodríguez G.
Allí, donde los naturales se aposentaron en un lugar al que la posterior división político-territorial escindió en estados distintos y su espíritu siguió las voces ancestrales de los Dioses del Maíz en una misma espiritualidad, afianzó sus raíces hondas en la sequedad del tiempo, el alma tutelar del pueblo Ayamán. En un territorio sin fronteras inventadas, surto y vasto como el alma sosegada de este grupo aborigen. Buscando el agua para abrevar su sed perenne al rescoldo de las linfas del río en un suelo cuya composición físico-química abraza a su particular árbol de la vida, más allá del maíz, pero sin volverle la espalda: La planta de agave (agave cocui treleasse), que se impone sobre la terquedad del Astro Rey para concentrar un dulzor que envidiarían las más almibaradas creaciones de la naturaleza sobre el orbe.
De este suelo que también lo es de gayones, ciparacotos, caquetíos, cuibas, jirajaras y ajaguas brotó el fluido seminal de una cultura que ha resistido a los embates del olvido y la desesperanza. A las persecuciones a las que históricamente son sometidos aquellos productos que, por su fuerza intrínseca, nacida de la ancestralidad, encarnan y molestan los intereses comerciales de aquellos que son promovidos por los intereses del capital y de los gobiernos.
Árbol de la vida.
Espigada flor del Agave (El Bicuye) | Foto: Angélica Mendoza
Árbol de la vida pues provee lo que necesita el humano para permanecer erguido en un hábitat que le es adverso, pero al que se aquerencia más allá de los olvidos. Con un cuidado mínimo y sin importar la presencia determinante del rostro de febo, da alimento, nacido de su más dulce entraña afianzada en la tierra, donde hasta las flores -amén de agentes transmisores de su prodiga multiplicación- son comestibles, preparadas como encurtidos y en unión con otro fruto de la Madre América: El ají, para hacer los ajiceros que por estas zonas son cariñosamente apreciados. En los predios del estiaje casi perenne su prodigiosa presencia ofrece parte de su savia como “agua” para abrevar la sed y sus nostalgias. Surte el dispopo, la fibra necesaria para la previsión del lugar de descanso en sillas tejidas, taburetes y chinchorros de paciente y laboriosa confección, ofreciendo en su bondad, con la planta ya madura, hasta la puntiaguda aguja con que se ha de realizar una parte del trabajo artesanal, en el que también resalta la elaboración de mecate, la capellada de las alpargatas, calzado ligero atado a una memoria y a una historia de valores comunes.
Sirve de sostén a los techos una vez que el vástago alcanza su mejor tamaño, por lo que también provee resguardo de la intemperie. A guisa de portento maravilloso que admiración sería de algún Dios en desbandada, suministra el calor medicinal a quienes padecen de calenturas, actúa como calmante de dolores articulares en unturas o fletas, regula los azúcares dañinos si se toma con cuidadosa prudencia en las dosis adecuadas, utilizándose también para calmar los dolores menstruales que, en la mujer, indican la preparación del cuerpo para la gestación. Otorga el placer del néctar melifluo que el fuego cuece en sus lanceoladas hojas. Alimenta el cuerpo y el alma, pues, más allá de su cualificado valor nutricional tiene el espíritu que se transmite a los sentidos y eleva el pensamiento, en el producto más preciado y de mayor resistencia a toda suerte de prohibición, como reafirmación de arraigo a su estirpe, tomando el nombre que lo prolonga en el tiempo: Cocuy. Cocuy que es esencia y es materia; que es ligazón y escape; cielo en la tierra y tierra en el cielo todo, con nubes formadas con el vapor de sus hervores místicos.
Aun cuando suele destacarse, a modo de apoteosis conectiva con el tiempo inicial, su innegable estirpe aborigen, el cocuy resume, en su forma actual, un singular ejemplo de sincretismo cultural. Sin detenernos a profundizar en densas consideraciones, es evidente que en esta bebida se manifiesta un equilibrio que conjuga en la memoria del tiempo el ancestral proceso aborigen con la técnica que le otorgó el alambique, venido desde vetustas y lejanas memorias árabes, con los españoles, para amalgamar en el producto de su ardua, paciente y cuidadosa labor, un modelo de interculturalidad forjado en lo profundo de la sensibilidad humana de los herederos de este legado que puebla la vida con sus misterios.
Jugo de agave, cocuy de penca, aguardiente de penca, clarito, reposado, añejo.
Es un aguardiente noble, destilado de abnegados procesos, de dedicada y amorosa entrega que se trasmutará también en licor, en coctel, en guarapita, emulsión, ponche, jugo, cerveza o vino, según sea el proceso posterior para su transformación e ingesta, en atención a la forma que se prefiera para el sano consumo. Aguardiente que busca siempre su conexión con los orígenes, con esa agua curativa, esa aqua ardens de los antiguos boticarios. La misma que se constituye en permanente búsqueda en los caminos del agave que le da nacimiento. La planta que expresa simbólicamente una realidad y que, en sí misma, es símbolo y es expresión diáfana y contundente de una manera de ser desde la tierra. Desde los misterios insondables del lugar al que se pertenece y que nos pertenece pues nos recorre las linfas que sustentan nuestra obra terrenal desde el origen.
Aguardiente cocuy de penca |Foto: https://commons.wikimedia.org/
Decimos terredad larense y nos quedamos cortos pues los derroteros del Ayamán, hoy como en otrora, siguen concentrados en un coto sin muros, compartido más allá de las fronteras que inventamos en el decurso de la historia, van más allá. Se adentran en la falconía, también reseca y sedienta, y allí tiene señas de identidad propia aun viniendo de la misma estirpe. También aposento de ayamanes, como lo fue, asimismo, Yaracuy, donde su huella se desdibujó en cuanto tiene que ver con la especie vegetal que nos ocupa, tal vez por su generosa humedad, producto de la caída abundantemente de lluvia, desde el inmenso cielo abrazado de azules afables. Ese fragmento de la geografía patria; el territorio ayamán, comparte una memoria, unos procesos históricos, una bebida paradisíaca y una planta que sirve como eje cultural donde se perpetuaron las voces del ancestro.
Lamentablemente arrastramos como un viejo y pesado fardo, no sólo la imagen del borrachito de aceras, con la dignidad vencida por la inclemencia de la voracidad comercial que ha falseado los procesos para vender un producto de dudosa calidad que le arrebató la conciencia, la vergüenza y hasta la vida a muchos, sumado a las viejas querellas por sacar del mercado a los alambiqueros, condenándolos a la clandestinidad hasta tiempos relativamente recientes pero que acumulan largos procesos de búsquedas y reencuentros que han logrado coronar la denominación de origen controlada (D O C) para el cocuy pecayero y el cocuy larense y la distinción de ambos como patrimonio cultural de cada uno de esos estados por arte de sus entes gubernamentales y como patrimonio de la Nación venezolana, como una manera de conservar los procesos culturales que distinguen los particulares y cuidadosos pasos de su elaboración y de salvaguardarlo.
Como director y fundador del Archivo Regional del Folklore (ARFEY), y delegado del Centro de la Diversidad Cultural del estado Yaracuy Venezuela, estoy a la orden. Del mismo modo los invito a seguirnos en nuestra red social instagram @pinvestigacion donde pueden conocer más de nuestro trabajo, así como las actividades y cursos que impartimos.
Salve San Antonio, Salve Virgen de la pura y limpia Inmaculada Concepción, Salve San Pascual Bailón, Salve Santísima Cruz de Mayo, Salve ánimas benditas del purgatorio; Salve Dioses ancestrales del Ayamán… por legarnos el Cocuy como memoria.
Referencias
Commons. Banco de imágenes, libres de derechos incluso para uso comercial. Disponible en: https://commons.wikimedia.org/wiki 01 de Noviembre 2021.