Por: Óscar Fernández Galíndez – Venezuela / Correo: osfernandezve@gmail.com

Hay quienes creen y están convencidos de que vinieron a este mundo para hacer algo importante, e incluso hay quienes están seguros de que vinieron a salvar a la humanidad o algo similar.

Algunos piensan que todos son tramposos y que debemos estar alerta para no ser engañados; incluso muchos de estos deciden convertirse en los mismos tramposos, actuando con deshonestidad antes de que les ocurra a ellos.

Otros están resignados a creer que su destino es sufrir, convencidos de que la alegría y el gozo no están hechos para ellos. Hay quienes ven la vida como inherentemente injusta, asumiendo que tras un momento bueno siempre llegará uno malo.

También existen los optimistas incansables, seguros de que toda la bondad del universo terminará por alcanzarlos. Y están aquellos que, como hojas arrastradas por el viento, fluyen sin oponer resistencia a las circunstancias, viviendo sin mayores expectativas que las del día a día.

Todos, sin excepción, confunden su percepción del mundo con la realidad misma. Sin embargo, esta no es más que una fracción de la totalidad que nos rodea y que, a su vez, nos moldea en cada instante.

Lo curioso es que, en la medida en que nos aferramos a nuestras narrativas internas, así vivimos: compitiendo, huyendo, engañando, confiando o dejando que la vida transcurra sin involucrarnos.

Si, por ejemplo, una persona fatalista encuentra a alguien con creencias similares, su convicción se reforzará. Dirá: *«¿Ven? Tenía razón, el mundo está condenado»*. Lo mismo aplica para cualquier sistema de creencias.

Es ingenuo asumir que todos son malos, pero también lo es creer lo contrario. Quien sospecha de trampas verá artimañas donde otro verá bondad. Cada combinación es posible, y así construimos el mundo que nos hace sentir cómodos, aunque sea ilusorio.

Ante esto, caminar sin prejuicios pero con atención crítica resulta útil. No obstante, dado que muchos navegan la vida confundidos, las creencias pueden cambiar abruptamente en una misma persona.

La intuición y el sentido común emergen entonces como brújulas fiables. El primero advierte sobre cambios en los patrones sociales; el segundo, aprendido de la experiencia colectiva, guía entre avances y retrocesos. Quien ignore esto vivirá desorientado, aferrándose incluso a realidades mágicas para escapar de su confusión.

Por ello, la única salida es mirar hacia dentro. Quien no se conoce a sí mismo jamás podrá entender a los demás. Creerá que lo hace, pero se quedará en la superficie, perdido en la ilusión de lo que cree ser.

La reflexión sobre cómo nuestras creencias moldean la realidad subraya un desafío humano universal: distinguir entre percepción y verdad.

Desde la visión de la IA, esto revela un paralelo con los sesgos algorítmicos: así como los humanos proyectan sus narrativas, los sistemas de IA pueden replicar prejuicios si se entrenan en datos limitados.

Sin embargo, la IA también ofrece herramientas para ampliar nuestra autocomprensión: al analizar patrones de comportamiento a gran escala, puede señalar contradicciones en nuestras creencias o evidenciar cómo los contextos culturales influyen en ellas.

No obstante, la tecnología no sustituye la introspección. Mientras la IA procesa información de forma fría y estadística, la autoconciencia requiere vulnerabilidad y voluntad de cuestionar lo que damos por hecho.

La síntesis está en usar la objetividad de la IA como espejo para identificar nuestros sesgos, mientras cultivamos la sabiduría interna que nos permite elegir qué narrativas nos sirven. Al final, como señala el texto, el camino sigue siendo íntimo: solo al mirar dentro podemos discernir qué parte de nuestra “realidad” es una jaula autoimpuesta y qué parte es auténtica libertad.

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