Por: Nina Padme Eufracio Rojas / Departamento de Químico en Fármacos. Centro de Enseñanza Técnica Industrial Plantel Colomos. C. Nueva Escocia 1885, 44630 Guadalajara, Jal. Correo : neufraciorojas@gmail.com / Instagram:@ninapadme
A más de 400 años luz de la Tierra, en la nube molecular de Taurus, los radiotelescopios detectaron glicina atrapada en hielo cósmico.. Lo intrigante no fue sólo el descubrimiento del aminoácido, sino la pregunta subyacente:
¿Cómo puede emerger una molécula tan esencial en un lugar tan inhóspito?
La respuesta parece alejarse de la química explosiva que solemos imaginar y acercarse a algo mucho más silencioso: las interacciones no covalentes, fuerzas débiles pero precisas que no construyen ni destruyen, sino que acomodan. En regiones del espacio con temperaturas inferiores a los 10 kelvin, las moléculas no tienen suficiente energía para chocar y reaccionar como lo harían en una probeta caliente. Sin embargo, aún logran organizarse y acercarse, a veces de forma tan exacta que pueden iniciar procesos químicos complejos. Lo hacen gracias a fuerzas que no requieren enlaces permanentes, pero que sí generan proximidad y orden. Aquí es donde las fuerzas de Van der Waals y las interacciones π-π se convierten en protagonistas invisibles de la evolución molecular.

Las fuerzas de Van der Waals, aunque pequeñas, son universales. Surgen cuando los electrones de una molécula se mueven y generan una leve atracción sobre otra molécula cercana. Es como si dos personas en una sala oscura se movieran y, al hacerlo, generaran corrientes de aire que los empujaran a acercarse. En el vacío espacial, esas “corrientes moleculares” —por diminutas que sean— permiten que compuestos simples como el metanol o el formaldehído se peguen por un instante a superficies heladas de polvo cósmico. Y ese instante puede ser suficiente para que, con ayuda de radiación o de un tercer componente, se forme una molécula más compleja.
Ahora imagina que esas moléculas no solo se pegan por azar, sino que algunas poseen estructuras planas, como cartas de una baraja. Estas cartas no se amontonan al azar, sino que tienden a alinearse con precisión, una sobre otra, gracias a lo que llamamos interacciones π-π. Estas ocurren entre moléculas con anillos aromáticos, cuyos electrones deslocalizados crean una especie de “pegamento cuántico” que permite apilamientos estables. Es como cuando colocamos varias tarjetas magnéticas una encima de otra: no hay adhesivo, pero se mantienen unidas porque están diseñadas para interactuar de forma ordenada. Así funcionan en el espacio los hidrocarburos aromáticos policíclicos (PAHs), que no solo se organizan por sí mismos, sino que también pueden servir como superficies donde se acoplan otras moléculas, iniciando reacciones clave para la formación de bases nitrogenadas.
Estas interacciones no crean enlaces permanentes, pero permiten que las moléculas “se conozcan”, se alineen y se reconozcan, como si se tratara de un baile perfectamente sincronizado. Antes de que existieran reacciones complejas, quizás fue este reconocimiento transitorio lo que permitió que la materia evolucionara hacia estructuras con mayor estabilidad. Como si la química, antes de comprometerse con enlaces fuertes, hubiese ensayado sus pasos a través de estos roces moleculares. Este tipo de química sin enlaces es particularmente eficaz en ambientes donde todo ocurre con lentitud. Es un proceso de paciencia cósmica: no se necesita velocidad, sino precisión. Y, en ese sentido, podría ser la base sobre la que la vida comenzó a organizarse. Porque si entendemos la vida como un sistema complejo que retiene, transforma y transmite información molecular, entonces estas interacciones débiles — pero selectivas— pudieron haber sido el primer lenguaje estructural antes del ADN, antes del ARN, incluso antes de los péptidos.

No es difícil imaginar a las primeras moléculas de la vida no reaccionando de inmediato, sino mirándose con interés, alineándose, manteniéndose cerca el tiempo suficiente para que, tal vez, algo extraordinario ocurriera.
En un universo donde los grandes eventos acaparan nuestra atención —explosiones de supernovas, colisiones de galaxias, agujeros negros devorando materia—, a veces olvidamos que la complejidad también puede surgir del susurro, del roce más leve, del casi contacto. Las interacciones no covalentes no levantan polvo cósmico ni dejan señales visibles a simple vista, pero han sostenido, en silencio, los primeros intentos del universo por organizar la materia con un propósito. Porque en el principio, cuando nada era, tal vez lo primero fue eso: una molécula flotando sobre hielo, deteniéndose un segundo más de lo normal, como si algo la llamara sin palabras… y decidiera no irse. Tal vez ahí —justo ahí— empezó la vida.
Referencias
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